miércoles, 23 de septiembre de 2015

Niebla



                                     


             El día estaba cubierto por una descomunal niebla, o al menos lo percibía el señor Don Vicente Marín, que acababa de entrar en su casa. Subía paulatinamente las escaleras, al ritmo que le permitía su avanzada edad. Tras esa particular odisea de peldaños y escalones, se dejó caer exhausto en el sillón. Y es que, la edad pesaba en él como pesa el dolor sobre alguien que acaba de perder a un ser querido. El fluir del tiempo, qué era exactamente (cuestiones que desde pequeñito le obsesionaron) y la duda de si había aprovechado el suyo, que ya sentía cómo se terminaba,  le angustiaban más que nunca en esa etapa de la vida. Hay que admitir que ochenta y dos años no son pocos, y más cuando uno lleva tiempo sin salir de casa. Don Marín pudo contemplar desde la panorámica vista de su confortabilísimo sillón su repletísima estantería llena de libros escritos en inglés, alemán, ruso, pero sobre todo en castellano. La niebla era tan densa que parecía que entraba en su propia casa. También pudo visualizar con excelso gozo y deleite, como consuelo de la inusual fatiga que había sufrido esa terrible mañana, aquel característico edén literario que le hizo compañía durante gran parte de su vida. Allí se hallaban desde Homero hasta él mismo, pasando por Cervantes, Shakespeare, Dostoievski, Nietzsche e incluso Stanley Kubrick, solo por citar a algunos de sus mejores compañeros y (únicos, en aquella terminal circunstancia de su vida) amigos. La verdad es que fueron los únicos que no le fallaron jamás en aquel mundo que parecía que le demostró empeñado en amargarle el existir. La niebla crecía y creía, se hacía más densa y apenas le dejaba leer los títulos de los lomos de los libros.


                Y finalmente, le llegó a nuestro entrañable anciano ese extraño momento en el que, según lo que se suele decir en el saber popular e incluso en libros y testimonios mínimamente serios, uno sabe que está a un instante de la muerte y comienza automáticamente a hacer un breve análisis de lo que ha sido su vida. Y comenzó a recordar el descubrimiento de su pasión (y quizás de su locura) con Don Quijote de la Mancha siendo apenas un infante de 6 años de edad, esa particular faceta de amante utópico y cobarde en la adolescencia, sus ojos grises, ese amor por la filosofía inculcado por Platón y Nietzsche (sí, una curiosa combinación, nosotros tampoco la entendemos), esos grandes y ojerosos ojos grises, ese intento fallido de meterse en política, que casi acaba con su vida, esos ojos, la niebla, grises, cada vez más densa y gris, ojos, las cartas de amor que nunca envió, la añoranza de un hijo y su insatisfecho deseo parental, ojos grises, niebla de sensaciones y de sentimientos indefinibles era lo que le rodeaba en ese momento. Se sentía turbadamente aturdido, en exceso, todo aquello era demasiado para él. Niebla, niebla, niebla. Demasiado gris era todo.


                Mareado era como se encontraba, por dar una vaga explicación de su estado (tampoco podemos decir más). Su frágil corazón latía cada vez más aprisa. Justo en ese momento la infame idea de que había tirado su vida a la basura, que no había sido más que un chiflado con alguna enfermedad o trastorno psicológico no diagnosticado comenzó a rodar por su arrugada cabeza. Pero, afortunadamente y atendiendo a las leyes de la razón, se tranquilizó, en esos agónicos momentos pudo comprender que no llevaba razón para nada. Terminó concluyendo que su vida, totalmente entregada a los libros, la filosofía y al cine (aunque a eso último más bien como espectador, ya que se iba a ir con esa asignatura pendiente) no había estado nada mal. Incluso también razonó que difícilmente podría haber imaginado una vida mejor… La única pena que guardaba su acuitada alma era la de poder haberla compartido con aquellos ojos grises.


                Tras un esfuerzo de inconmensurables medidas, el ilustre señor Don Marín se levantó con el coraje necesario que requería la situación y se alzó frente a la estantería, de la cual, mediante un azaroso proceso debido a las infaustas circunstancias, tomó en sus manos un libro. Pero la niebla ya se había hecho tan densa, tan densa, tan gris, tan bella y a la vez abyecta que no pudo leer el título. Una lástima. O podría ser que la niebla que percibía no fuera sino aquella que le estuvo persiguiendo durante toda su vida, y que lo que verdaderamente le impedía leer correctamente el título eran las lágrimas que en ese momento surcaban su rostro marchitado…

sábado, 19 de septiembre de 2015

Knocking on heaven´s door


El cielo. El reloj marca las 14:00. Suena el despertador. Se levanta Dios. “Que bien he dormido hoy”. Se rasca el culo. Va a la cocina. Ve a la Virgen. “¿Qué hay hoy para comer?”, pregunta Dios. “Lo que tú quieras, eres omnipotente, ¿recuerdas?”, contesta la Virgen. “Unos spaguetti estarían bien”, afirma Dios. “Oído cocina”, respondía la Virgen mientras despedía a Dios.

Para hacer tiempo, Dios, miró su móvil, 747816487 llamadas perdidas. Tampoco se sorprendió el omnipotente. El móvil sonó y, Dios, tras vacilar un poco, finalmente se decidió a contestar:

Dios: Diga
Niño: Hola soy Carlos.
Dios: (percatándose de que la voz tenía que ser de un niño) ¿Qué es esta vez? ¿Tus padres han tenido un accidente de coche y quieres que los salve? ¿Estás enfermo en tu cama de hospital y quieres que te cure? Venga niño, tengo hambre, lo que pidas, que sea pronto y obraré el milagro.
Niño: Sólo quiero hacerte unas preguntitas.
Dios: (aparta el móvil de su boca y comienza a soltar en bajito una serie de tacos en latín) Bueno, dime, niño.
Niño: ¿Por qué permites que haya guerras entre países?
Dios: ¿Qué dices?
Niño: ¿Por qué dejas que exista el calentamiento global y efecto invernadero?
Dios: Vamos a ver, chico…
Niño: ¿Por qué has permitido que miles de personas sean fusiladas?
Dios: Puto niño.
Niño: ¿Por qué la gente se odia? ¿Por qué discuten? ¿Por qué las personas escupen al negro de la esquina? ¿Por qué hay personas que para comer rebuscan en la basura? ¿Por qué en África mueren de hambre?
Dios: (cansado de las preguntas del crío y dirigiéndose a la parienta) ¿¡Están ya los spaguetti!?
Niño: (después de seguir con una innumerable serie de preguntas) ¿Por qué no me respondes Dios?
Dios: (suspirando) Tu problema, Carlos, es que estás equivocado, siempre dices “tú permites” o “dejas que exista”, pero en absoluto soy yo el causante de todos esos males.
Niño: Pues el cura del pueblo, Hermenegildo, decía que era Dios el que lo decidía todo, que Él era el causante del mal y del bien.
Dios: ¿Cómo? Menuda soplapollez. A ese mañana le regalo un VIH… Esa estúpida doctrina del cristianismo, ¡vaya manera de manipular mi legado!
Niño: Entonces, ¿quién es el causante de todos los males?
Dios: (por primera vez, contento de contestar) El hombre.
Niño: ¿El hombre?
Dios: Sí, el hombre. Él es el causante de las guerras, del calentamiento global, del efecto invernadero, del odio, del hambre, de la corrupción, de millones de muertes… Yo les otorgué la vida, les di un mundo perfecto. Maldita sea, ¡no les faltaba de nada! Pero entonces, el hombre se erigió como dueño indiscutible de un mundo que no les pertenecía. Despreciaron al resto de seres vivos. Y, una vez ello, solo era cuestión de tiempo que comenzaran a despreciar a los de su misma especie. Así fue, se perdieron los valores. Se pasó del estado de supervivencia al estado de gula. Desde entonces todo fue miseria y hambre de poder.
Niño: Pero, ¿por qué?
Dios: Todo fruto de la estúpida manía de los hombres de buscar líderes que les guíen. Los que crearon los Reyes, los que crearon los dictadores y (suspirando, esta vez de una forma distinta a la anterior y tras una breve pausa) los que me crearon a mí. Espero impaciente el día en que los hombres decidan por sí mismos, que nadie decida sobre ellos. Que sean los propios dueños de su destino sin necesidad de torcer el de los demás.
Niño: Entonces, mi padre, que nunca le ha hecho daño a nadie, ¿también es responsable de esos crímenes?
Dios: Supongo que todos los que permiten las injusticias son cómplices de ellas.
Niño: Pero, un solo hombre no puede cambiar el mundo, es imposible.
Dios: ¿Imposible? ¿Por qué iba a serlo? Yo lo hice.

La Virgen llamó a Dios, ya estaban listos los spaguetti. Colgó el móvil, Carlos ya no pudo hablar más con él. No obstante, eso ya daba igual, pues Carlos ya sabía lo que quería ser de mayor.

martes, 15 de septiembre de 2015

Suicidio colectivo

«Quizá algún día el anarquismo sea la solución. Mientras tanto, será un crimen».

El 12 de mayo de 1990 amaneció como amanecen los días que nos deparan un futuro ininteligible. Esas mañanas especialmente frías y molestas, cuyo frío cala en los huesos, pese a las fechas que corrían. A Andrés el helor de las horas verpertinas le hacía caer en divagaciones, tales como la mañana que levantaría al pueblo francés contra la Bastilla, o como aquella en la cual los bolcheviques acabaron con el despotismo de los zares. Las revoluciones le parecían necesarias y especialmente bellas.
Pero aquel era el día de los anarquistas. Los Grandes, como se hacían llamar, se congregaron en la puerta del Congreso a primera hora de la mañana para una manifestación más, como se venían repitiendo desde hacía algunos meses. Los Grandes jamás habían contado con una organización suficientemente densa, siguiendo fielmente el supuesto anarquista de que el individuo está por encima de cualquier otra cosa. Y era esta falta de organización la que debía cambiar España para siempre.
Su acción nunca iba más allá de un par de insultos a la élite parlamentaria, en ciertas ocasiones una agresión a algún ministro, pero nada que no se curara con una alta dosis de represión. Ya habían encarcelado a David tras causar una conmoción craneal al vicepresidente.
Andrés estaba nervioso. No había comunicado nada a ningún alto mando de la organización -irónico pero cierto- que llevaba un revólver en el bolsillo. Se sentía cansado de recortes sociales, de represión política, de terrorismo de Estado, no quería volver a casa después de agotar sus fuerzas en lanzar insultos para toparse con otro titular como los que se venían repitiendo por la acción conjunta pero invertebrada de los anarquistas por toda la geografía española. Una pena de muerte en Valencia, un apaleamiento en Barcelona, dos fusilados en Cáceres. El país estaba enfermo del peor virus
de todos: el ansia de poder.
Ahí salía el presidente, sonriente, ajeno a los problemas que su mezquindad causaba, con una nómina de 8000 dólares mensuales no había de qué preocuparse. Daniel estaba a su lado, profiriendo los típicos argumentos que los Grandes usaban para justificar su acción. "¡Asesinos, opresores, fascistas!". "¿Y luego qué?", se preguntaba Andrés. "¿Todos a casa a ver la televisión? ¿Para eso estaban dando sus fuerzas?" No, la desidia debía acabar de una vez por todas. Cargó el arma,
la alzó, apuntó al presidente, y accionó el gatillo. Después, silencio. El atronador ruido del martillo percutor había silenciado a los más bravos anarquistas que allí se encontraban. El presidente, muerto en el suelo con un disparo en la cabeza. Andrés se pronunció:
-Camaradas, estoy aburrido de protestar por vicio. Estoy aburrido de ser anarquista solamente en la puerta del Parlamento. Desde hoy vamos a hacer verdad lo que defendemos. Hoy España cambiará. Hoy nacerá una comuna que no tendrá nada que envidiar a la parisina, y miraremos con desdén cualquier paso de Lenin o Stalin. Hoy alcanzaremos la organización más suprema a la que el hombre pueda aspirar. A partir de hoy España será anarquista.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó alguien entre el grupo de los proclives a la violencia-.
-¡Que Andrés dirija la Revolución! ¡Él debe articular el nuevo Estado!
En ese momento la cara de Andrés cambió totalmente. Había matado a un hombre para nada. No había conseguido ninguna anarquía. Nadie había entendido nada. Ninguno había luchado por lo que verdaderamente sentía.
-No estáis preparados -dijo desde la escalinata del Parlamento, completamente decepcionado.
La respuesta de este "anarquista" le heló como le podían helar los crímenes que el presidente perpetuaba día a día, de modo que se largó lejos de este país de inútiles nihilistas, acostumbrados a recibirlo todo hecho. Había asesinado a un hombre más demócrata que él mismo, ya que no había usurpado ningún puesto, para esto. Para que le nombren jefe de la revolución.
"Quizá España sea la tierra perfecta para ser dirigida y no autogestionada", pensó mientras, como si frente a un espejo temporal se situase, accionaba su pistola una última vez, esta vez sobre su sien.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Aldous Huxley, condicionamiento neopavloviano y pequeñas dosis de romanticismo quijotesco


                

Si por algo se han caracterizado hombres como George Orwell, Ray Bradbury o Aldous Huxley y les han hecho merecedores de recuerdo por parte de cada nueva generación de lectores es, además de por un indudable e indiscutible talento literario, por su impresionante carácter profético. Y es que, tras haber leído las tres grandes distopías de mitad de siglo anterior, puedo afirmar que grandes figuras proféticas como Moisés o Mahoma se quedan a la altura del betún en comparación con esos tres escritores en lengua inglesa. Pero hoy será Aldous Huxley el objeto de discusión y análisis, quizás otro día yo o mis compañeros os hablemos de los otros magníficos autores que mencioné a principio de esta entrada.

Aldous Huxley es uno de esos escritores cuyo nombre va obligatoriamente unido al de una única obra. Al igual que Cervantes es conocido en el mundo entero por la autoría de Don Quijote, el británico lo es por su novela Un mundo feliz. No estoy diciendo que obras como El tiempo debe detenerse o las puertas de la percepción (tampoco las he leído) no sean de calidad comparable a la mencionada antes, pero es irrebatible que no hay obra suya que haya causado mayor impacto en la sociedad y que haya dado tanto de qué hablar, incluso todavía hoy, y de la que estoy seguro que también dará en un futuro de qué hablar. Y es lo que tienen estas obras de extraordinario carácter profético, que conforme pasa el tiempo, cada vez son más actuales, ya que podemos encontrar un mayor número de aterradoras coincidencias entre nuestro mundo actual y los universos futuristas (en su tiempo) que crearon tales escritores.


Al igual que en la distopía orwelliana 1984 se nos presenta un Londres tan futurista como horrendo, A brave new world (título original en inglés) no se queda atrás. Pero si bien el universo que propone Orwell en su obra es un partido férreo y dictatorial que utiliza todo tipo de técnicas de manipulación del pensamiento y de control social para asegurar el poder y evitar una hipotética revolución, la sociedad descrita en el libro de Huxley no está exenta de vomitivas características y de un infausto destino para los habitantes de esta. Ahora bien, es bastante diferente a la Oceanía que controla el Big Brother. Narra un mundo en el que los habitantes son procreados in-vitro como si de una cadena de montaje se trataran. Y es curioso que en ese mundo distópico tengan como dios a Ford, ya que la sociedad allí es creada a imagen y semejanza de cómo se fabrica un coche según el modelo de producción en serie taylorista, o como ya he mencionado antes, como si de una cadena de montaje se tratara (No sé si eso es mera coincidencia o fue hecho intencionadamente por Huxley). Existen cinco “castas”, clases sociales por llamarlo de otra forma, en jerarquía de mayor a menor importancia y rango: Alfas, Betas, Deltas, Gammas y Épsilon; y cada una de estas clases sociales será condicionada mediante un progresivo programa de lo que se conoce como condicionamiento clásico  o pavloviano (De hecho, ya en el libro se conoce como Condicionamiento neopavloviano). Por si no conocen en qué consiste el experimento de los perros de Pavlov, les dejaré un vídeo al terminar el párrafo (También quedaría decir que un experimento similar se intentó hacer con humanos, que es lo que se conoce como El experimento del pequeño Albert, pero ya dejo a gusto del lector el informarse sobre ese tema). Cada clase social será condicionada para el tipo de trabajo que realizará y para hacer y “pensar” lo que corresponde a su casta. Por si fuera poco, además del condicionamiento pavloviano, también utilizan un desarrollado sistema de aprendizaje hipnopédico, que consiste en repetir cientos de veces mientras el sujeto duerme una serie de aforismos correspondientes a lo que se espera de su clase social. Finalmente, como si de una receta de cocina se tratase, a los 20 años aproximadamente ya estará listo el sujeto en cuestión, hará, pensará y dirá aquello para lo que ha sido condicionado durante años, y si empieza a notar algo humano como sentimientos de afecto, por ejemplo, una pastilla de soma lo arreglará todo, que es una especie de droga alucinógena y placeba para controlar, aún más si cabe, cualquier posibilidad de error. En otras palabras, los humanos de esa sociedad son seres sin libre albedrío, que repetirán una y otra vez aquellos aforismos que se les repitieron hipnopédicamente durante años y sin capacidad de pensar más allá de para lo que han sido procreados, entregándose a los placeres banales y absurdos del soma, el golf electromagnético, el sexo sin posibilidad alguna de procreación, el sensorama y al agua de colonia. Y, además, instituciones fundamentales en una sociedad como la nuestra tales como la familia o el matrimonio ahí están completamente abolidas, “todo el mundo es de todo el mundo”, y por supuesto, leer a Shakespeare o ver películas de Ingmar Bergman es algo completamente imposible, muy pocos conocen la existencia de tales sujetos y evitan que sean conocidos por el vulgo.

Sí, tanto como si has leído un mundo feliz o como si solo has leído el párrafo anterior,  lo descrito en ese libro o en ese párrafo es completamente aterrador. Pero seguramente lo que mucha gente piensa es que afortunadamente, es solo una obra de ficción redactada por un escritor de maravillosa inventiva. Y lo que quizá ustedes consideran una creación de una maravillosa inventiva, yo lo considero un acto profético (obviamente sin olvidar el mérito literario de la obra) cuyas primeras consecuencias están teniendo lugar en mi generación actual (y quizás ya mucho antes)


¿Que si estoy loco, que si exagero, que si debería daros el número de mi camello? Pues es posible, pero, sincera y francamente, yo no creo que esté equivocado en lo que estoy diciendo. Un mundo feliz presenta varias temáticas que son muy de actualidad y que hará reflexionar al lector hábil y que sepa que ese libro no es solo pura ficción sobre ellas. Mucha gente me ha comentado, incluso profesores han hablado de ello hacia toda una clase, sobre los peligros de la manipulación y la ingeniería genética, usando como contexto y ejemplo el libro que hoy es sujeto de debate. Y efectivamente, esa es la principal cuestión que al lector de Un mundo feliz le vendrá a la mente, cuestión importantísima y que daría para una harta discusión. No obstante, primero hablaré de otras cosas como lo son el condicionamiento clásico.  En la obra se hace de forma directa, en salas dedicadas exclusivamente a ello como parte de esa cadena de montaje fordiana, pero en ese Londres futurista todo el mundo sabe que es condicionado y se considera que es lo que se debe hacer y que eso es lo bueno. Sin embargo, nosotros, actualmente, mi generación (y quizás la de mis padres) empezamos a estar condicionados desde bien pequeñitos. Es un condicionamiento mucho más sutil que el de la distopía de Huxley, un condicionamiento silencioso, un condicionamiento tan discreto y cauteloso que muchos individuos morirán sin saber que durante toda su vida han sido burdos sujetos del actual circo (ni siquiera ostenta a llamarse teatro, no quiero ensuciar su nombre) del que somos pésimos malabaristas. ¿Dónde empieza tal discreto condicionamiento y quién se encarga de ello? Simplemente hay que echar un vistazo al mundo actual,  simplemente hay que observar, no ser ciegos como en la célebre novela de José Saramago, gente que se queda ciega de repente pero que luego resulta que fueron ciegos toda su vida, incluso cuando tuvieron intacto el sentido de la visión. Vivimos en un país gobernado por políticos ineficientes y caracterizados por una funesta mediocridad, los cuales (muchísimas veces subordinados a los intereses de las grandes empresas) utilizan sus mejores armas para este condicionamiento: los medios de comunicación. Somos bombardeados por parte de los políticos y las grandes empresas con, información manipulada y discursos populistas y demagógicos por parte de los primeros, y con publicidad pavloviana por parte de los segundos. Por poner un ejemplo sobre lo primero, la semana pasada, ayudando a mi tío a coger almendras, estaba yo escuchando Radio Nacional por la mañana, y en la tertulia, todos, absolutamente todos los participantes estaban en contra de la independencia de Cataluña. No voy a emitir juicio alguno sobre esa cuestión, pero lo más normal, lo digo yo y lo dice cualquier persona medianamente cuerda, es que en un debate que pueda hacerse llamar serio y honesto, ha de haber deliberantes de todo tipo de ideologías políticas y que no estén de acuerdo en la mayoría de cuestiones que se planteen. De ahí viene el que cada vez que hablo con una persona sobre el tema de la independencia me sueltan una sarta de insultos y odios hacia el pueblo catalán sin emitir un razonamiento coherente (y que conste que esto pasa en Cataluña también pero a la inversa, y también se puede estar en contra de la independencia pero dar argumentos sólidos y de peso como también hace gente). ¡Bravo! Han hecho bien su trabajo. También somos condicionados mediante la publicidad y el cine (y del cine ya hablé en una entrada pasada mía), todos queremos ser ricos, enamorarnos perdidamente de la mujer de nuestra vida y conquistarla tras miles de dificultades típicas de pésima película de domingo por la tarde en cualquier canal de la caja tonta, tener un cuerpo perfecto y ser como lo son nuestros ídolos de televisión o cine. En otra parte, una serie de almas diabólicas chochan los cinco por el buen trabajo hecho y se limpian el ano con billetes morados, riéndose de nosotros, que nos importan tres rábanos derechos que nos han sido suprimidos u otros que poco a poco van siendo suprimidos mientras sufrimos porque una muchacha no nos ama, nuestro equipo va tercero en liga o porque la poli ha cambiado la zona autorizada de botellón en el pueblo a una más incómoda. Y si tuviera que recalcar y hacer énfasis en dos características del condicionamiento del que somos parte, esta sería la resignación y la pasividad. Menciono esos dos adjetivos debido al hecho de que cuanto más hablo de política con jóvenes (e incluso con adultos) más común me es oír: “Pero Rafa, no podemos hacer nada, los políticos son unos hijos de puta y esto es así, España siempre ha sido así” o su variante nihilista: “Ya empiezas, Rafa, con tus tontunas de política, a mí me la suda lo que hagan esos cabrones, mientras yo sea feliz qué más me da la política”.


Y efectivamente, algo que me llama muchísimo la atención es que en los tiempos que corren somos muy felices, demasiado felices. Y es que es verdad, somos felices, pero felices a la misma manera en la que eran felices los habitantes de esa ridícula sociedad distópica creada por Aldous Huxley. Ellos tendrían el golf electromagnético y el sensorama, pero nosotros tenemos incluso todavía más vicios banales y absurdos. Mientras somos condicionados neopavlovianamente y somos privados de nuestro libre albedrío, no somos conscientes de aquello último y nos entregamos a placeres insulsos (al menos para mí) como lo son las ridículas fiestas actuales (en otras palabras, los macrobotellones), la televisión, el cine (y con cine me refiero al cine comercial utilizado como instrumento de dirección del poder, no a genios como Ingmar Bergman, Stanley Kubrick, entre otros, y sus obras maestras) y las redes sociales. Somos muy felices, amigos míos. Todo eso por lo que el ser humano ha trabajado y luchado durante siglos, la democracia, la filosofía, el arte; todo eso está siendo rebajado al nivel de la mierda, y nosotros, paradójicamente, somos más “felices que nunca”. Os puedo asegurar, como joven que soy, que leer es algo que está incluso mal visto en mi generación. Lo que más se lee son libros de dudosa calidad literaria, y los grandes clásicos como Shakespeare o Cervantes están vistos como algo antiguo y aburrido. Pronto llegará el día en el que cuando uno lea Don Quijote se le pregunte que de qué trata ese libro. Además, poca gente disfrutaría de películas como Fresas salvajes, Furia, o, por poner un ejemplo actual que salga de las directrices del cine comercial actual, Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia. Todo lo que sea pensar o darle un poco de movimiento a los tejidos cerebrales y neuronales impide ser feliz, al igual que en la obra del autor inglés.


Que conste que para el lector que no haya leído Un mundo feliz y que tras leer estas líneas le hayan entrado deseos de proceder a su lectura que no voy a hacer spoiler alguno. Solamente diré que a lo largo de la obra aparece un personaje conocido como Mr. Salvaje con el que en cierto modo me sentí, en parte, identificado. Fue el único que se dio cuenta de la falsa felicidad que rodeaba ese mundo y que intentó hacer algo por cambiar. Era, al fin de al cabo, ese caballero andante que salió con su lanza en mano movido por unos bellos ideales dispuesto a repartir justicia por el mundo y que se da de bruces contra el enorme muro que es intentar hacer algo justo y honesto en la vida. Quizá Cervantes fuese el primero en darse cuenta de ello. Aldous Huxley encarna en Mr. Salvaje el espíritu idealista del Caballero de la Triste Figura. Incluso podría decirse que Un mundo feliz es una sublime y breve “reescritura” de Don Quijote adaptada a los tiempos modernos, con un carácter profético y de ciencia ficción, una obra que agitará conciencias y despertará a más de uno, todavía hoy, del gran sueño generalizado en el que vivimos. En resumen, Un mundo feliz reúne también esa característica típica de libros como Don Quijote o El lobo estepario: Vivir en un mundo en el que todo el mundo es falsamente feliz y en el que aquel que busca algo más allá de esa paupérrima superficialidad acaba sumido en la incomprensión y la desgracia.


Pero lo que verdaderamente me preocupa son los avances en materia de manipulación genética, otra de las cuestiones más actuales que nunca del libro, ya que actualmente, uno siempre podrá iluminar conciencias e intentar hacer algo por cambiar este país lleno de corrupción e hipocresía desde hace siglos (literalmente, siglos). Pero con un código ético y moral científico de discutible validez, quizás la profecía de Huxley se haga cierta y en un futuro el esperma de mis descendientes sea utilizado para crear cientos de Gammas-Más y la obra del brillante autor británico sea almacenada en los estantes de algún interventor mundial, al lado de Otelo o Luces de Bohemia…


Y para terminar, les dejo un tema de Pink Floyd que me encanta titulado The Trial, acompañado de unos esperpénticos dibujos animados. Que conste que no tiene que ver nada con el articulo, lo hago porque me da la gana

  1.  

sábado, 12 de septiembre de 2015

Volver

            “Cuando el rico hace la guerra, es el pobre quien muere” Jean – Paul Sartre


          Ya todo era irrevocable. Las tensiones internacionales habían llegado demasiado lejos. De nada sirvieron las políticas pacificadores y todas esas tonterías de los Estados supuestamente de derecho. La promesa de seguridad que nos vendieron bajo el velo de la democracia no resultó ser más que una gran mentira, otra pésima actuación del gran circo llamado Capitalismo, un absurdo y triste desencadenante del final de esta paupérrima obra de teatro que es la vida.

            Todavía recuerdo aquel fatídico día. El cielo estaba completamente nublado. Tan, tan nublado que parecía que nunca hubiera salido el sol; tan, tan nublado que quizás de verdad nunca hubiese salido. ¡Jamás el clima estuvo tan de acuerdo con la situación de la humanidad entera! Esa niebla que ya se extendía desde principio de siglo por Europa, esa niebla silenciosa, sigilosa, esa niebla de la que nadie se percataba acabó por atrapar y camuflar el corazón del Viejo Continente. Nadie salía ya de casa, ya no había niños jugando despreocupados jugando por los parques, ya no había ni bares repletos de gente ni bibliotecas llenas de lectores empedernidos. No quedaban ya parejas besándose bajo el fuego del amor en los atardeceres de domingo, ni quedaban padres jugando a la pelota con sus hijos. No, nada de eso existía ya. Solo existía miedo y dolor. 

            Allí estaba él, dispuesto a partir. Lo único que me quedaba tras la desaparición de mi padre. El sustento vital de mi alma, el fuego de mis entrañas. Dispuesto a partir por el capricho de unos pocos, una minoría que se empeñó en cargarse el planeta hace unos cuantos años. ¡Y vaya si lo consiguieron! Víctima de la gula de poder de esos sucios sujetos viles cuya alma debiere estar condenada al infierno, si es que este existiera, veíalo yo partir como si en su marcha se fuese lo último por lo que todavía querría estar viva. Esa mirada, mirada que podría contener a la humanidad en su conjunto, al tercer planeta del sistema solar y a su belleza ya efímera, se clavaba en mi cuitado corazón como si de un punzón se tratase. Una mirada que reunía la última pizca de esperanza de este desesperanzado mundo y la poca valentía que quedaba en este. Jamás olvidaré nuestra última conversación.

            -Sí, ahora he de partir, querida, pues no queda otro remedio si quiero continuar con vida. Ya sé que todo esto es algo absurdo, fruto de la avaricia de unos y la tolerancia de otros. Ahora pagaremos por todo aquello de lo que se nos advirtió y de lo cual hicimos oídos sordos. Pero –dijo mientras su mirada se clavaba en mis ojos, y su boca se acercaba muy lentamente hacia la mía-, si todavía quedare mundo tras finalizarla, no dudes que volveré, ¡Oh, ojalá volviere!, cavaremos bien hondo una fosa, y sí, allí enterraremos al mayor asesino, al peor genocida, a la más voraz y sanguinaria bestia de todas.
-¿A quién enterraremos, Víctor? –Dije con un hilo de voz, consternada por la situación
-Enterraremos a la guerra, querida –Dijo mientras podía ver en sus ojos marrones algo similar a la mismísima Providencia (y eso que soy atea) y sus labios restaban a escasos centímetros de los míos.

            Y sí, aunque resulte típico y obvio, me besó. Fue solo un momento, apenas 4 segundos, pero en ese breve lapso de tiempo sentí más que con cualquiera de los abundantes polvos de los que gocé en mi vida. Y se separó de mi boca diciendo:
-Y recuerda que en esta infame e infausta época, todavía nuestras bocas no se compran. 

            Y ya lo vi irse definitivamente, y creo recordar que a lo lejos gritó “Volveré”. Yo meramente pude limitarme a llorar. A llorar por mí, por él, por nosotros y por la humanidad entera. Llorar por ese niño que en vez de jugar a ser caballero andante o explorador vivió su infancia bajo las penurias de una matanza, a llorar por todos esos amantes separados por la guerra, por el atardecer en sí, que ya no se encontró con el ocaso de esas dos personas que se quieren, sino con la vil imagen de tres soldados alemanes devorándole el cerebro a un caballo puesto que no tienen ya pan en el puesto de campaña; por aquellas madres que vieron a sus hijos partir y perecer a las tres semanas de la mayor guerra jamás habida. Llorar por la frágil belleza de este mundo destruido por los caprichos de unos cuantos magnates. ¡Oh, ojalá volviere!

            Incluso pasados tantos años, todavía guardo una pala, una pala con la que tú y yo íbamos a enterrar a Lucifer, al mayor mal de todos, ahí está junto al montón de libros que me ha acompañado todo este tiempo. Todavía le sigo esperando, pero de una forma pueril e inocente, puesto que es obvio que no volverás y que ya es imposible enterrar a esa bestia, puesto que ya ella se enterró sola, con la desgraciada noticia de que se llevó con ella a la fosa a más gente de la que en cementerios cabría en el mundo.

            Pero yo estoy sola, y ya no me queda nada. Solo un papel y una pluma con la que escribo estas míseras palabras. Solo hay muerte y niebla. ¿O quizás no haya muerte, sino que meramente haya ausencia de vida? En fin, no creo que sirva de nada ponerse a filosofar ahora, puesto que: ¿de qué sirve la filosofía cuando apenas queda porción de tierra sin arrasar?

            ¡Oh, ojalá volviere!