martes, 15 de septiembre de 2015

Suicidio colectivo

«Quizá algún día el anarquismo sea la solución. Mientras tanto, será un crimen».

El 12 de mayo de 1990 amaneció como amanecen los días que nos deparan un futuro ininteligible. Esas mañanas especialmente frías y molestas, cuyo frío cala en los huesos, pese a las fechas que corrían. A Andrés el helor de las horas verpertinas le hacía caer en divagaciones, tales como la mañana que levantaría al pueblo francés contra la Bastilla, o como aquella en la cual los bolcheviques acabaron con el despotismo de los zares. Las revoluciones le parecían necesarias y especialmente bellas.
Pero aquel era el día de los anarquistas. Los Grandes, como se hacían llamar, se congregaron en la puerta del Congreso a primera hora de la mañana para una manifestación más, como se venían repitiendo desde hacía algunos meses. Los Grandes jamás habían contado con una organización suficientemente densa, siguiendo fielmente el supuesto anarquista de que el individuo está por encima de cualquier otra cosa. Y era esta falta de organización la que debía cambiar España para siempre.
Su acción nunca iba más allá de un par de insultos a la élite parlamentaria, en ciertas ocasiones una agresión a algún ministro, pero nada que no se curara con una alta dosis de represión. Ya habían encarcelado a David tras causar una conmoción craneal al vicepresidente.
Andrés estaba nervioso. No había comunicado nada a ningún alto mando de la organización -irónico pero cierto- que llevaba un revólver en el bolsillo. Se sentía cansado de recortes sociales, de represión política, de terrorismo de Estado, no quería volver a casa después de agotar sus fuerzas en lanzar insultos para toparse con otro titular como los que se venían repitiendo por la acción conjunta pero invertebrada de los anarquistas por toda la geografía española. Una pena de muerte en Valencia, un apaleamiento en Barcelona, dos fusilados en Cáceres. El país estaba enfermo del peor virus
de todos: el ansia de poder.
Ahí salía el presidente, sonriente, ajeno a los problemas que su mezquindad causaba, con una nómina de 8000 dólares mensuales no había de qué preocuparse. Daniel estaba a su lado, profiriendo los típicos argumentos que los Grandes usaban para justificar su acción. "¡Asesinos, opresores, fascistas!". "¿Y luego qué?", se preguntaba Andrés. "¿Todos a casa a ver la televisión? ¿Para eso estaban dando sus fuerzas?" No, la desidia debía acabar de una vez por todas. Cargó el arma,
la alzó, apuntó al presidente, y accionó el gatillo. Después, silencio. El atronador ruido del martillo percutor había silenciado a los más bravos anarquistas que allí se encontraban. El presidente, muerto en el suelo con un disparo en la cabeza. Andrés se pronunció:
-Camaradas, estoy aburrido de protestar por vicio. Estoy aburrido de ser anarquista solamente en la puerta del Parlamento. Desde hoy vamos a hacer verdad lo que defendemos. Hoy España cambiará. Hoy nacerá una comuna que no tendrá nada que envidiar a la parisina, y miraremos con desdén cualquier paso de Lenin o Stalin. Hoy alcanzaremos la organización más suprema a la que el hombre pueda aspirar. A partir de hoy España será anarquista.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó alguien entre el grupo de los proclives a la violencia-.
-¡Que Andrés dirija la Revolución! ¡Él debe articular el nuevo Estado!
En ese momento la cara de Andrés cambió totalmente. Había matado a un hombre para nada. No había conseguido ninguna anarquía. Nadie había entendido nada. Ninguno había luchado por lo que verdaderamente sentía.
-No estáis preparados -dijo desde la escalinata del Parlamento, completamente decepcionado.
La respuesta de este "anarquista" le heló como le podían helar los crímenes que el presidente perpetuaba día a día, de modo que se largó lejos de este país de inútiles nihilistas, acostumbrados a recibirlo todo hecho. Había asesinado a un hombre más demócrata que él mismo, ya que no había usurpado ningún puesto, para esto. Para que le nombren jefe de la revolución.
"Quizá España sea la tierra perfecta para ser dirigida y no autogestionada", pensó mientras, como si frente a un espejo temporal se situase, accionaba su pistola una última vez, esta vez sobre su sien.

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